miércoles, 31 de marzo de 2010

Un epílogo en Blancanieves







Vivo mementos en los que pareciera que sólo el desamor baraja y reparte naipes para este luego, que más valdría llamarlo un predecible chinchon o escoba, antes que truco o un picante desconfío, puesto que jamás usamos la mentira para que un 6 tenga el valor de un as. Tampoco cantamos los envalentonados vale cuatro mientras nuestra mano tenía un siete falso para el final… más bien a menudo aceptábamos los falta envido de la vida con una sota y un tres que vivían en el mismo palo.


4 de febrero


Titiritean mi vida – otra vez desinflada-, las tristes sinergías del desamor: ofreciéndoles a los más cercanos las quietas funciones de mi amargura, fuerte sentimiento que sin alternativa deducirán en mí quienes me ven.

Mi amada llenaba sus hojas por una sola carilla. Para hacer lo deberes se había comprado biromes de muchos colores. Pero prefería las lilas.

Hasta no hace mucho, sólo quería leer sus finales ingenuos una vez más. Con finales más o menos felices, súbitamente guillotinaba el jugoso nudo de su literatura, evidenciando que ya se había cansado de escribir; o estropeando la genialidad de todo un trabajo, finiquitábalo todo con un gracias por siempre o un forzado te quiero. Coronaba el final de sus compactísimos ensayos con enromanticados epílogos de una línea, que parecían los desenlaces de Blancanieves o El gato con botas.






28 de marzo


Los vientos subtormesinos pasean por las terrazas de Salamanca. A falta de los molinos, la antenada de la ciudad se queda vibrando al son de la fuerza eólica, y cual su fuera el quejumbroso resoplo de un resorte, a medida que el viento abarca zonas los ecos van apareciendo en un edificio tras otro, como si fuera la llama de esperanza que inventó Tolkien. Pero que nadie tenga miedo: ninguna cadena dejará de emitir lucrativas histerias de sus belenes esteban.


A unos 100 pasos de niño sentí la llave en la puerta de entrada, pero aunque se abra no será ella.



Y yo: profundizo la vista aérea del mate, que reposa en una geométrica depresión rosada que tiene una caja de pantalones. Como si fuera un valium intravenoso, a través de mis pupilas me infiltro en la yerba arada. Y siento en piel mares submarinos del las aguas ya casi hervidas.

Los atardeceres españoles comienzan una hora más tarde, pero aunque el invierno haya pasado mi ella no ha vuelto.

Estoy seguro que en cinco años ya no continuaré pensando en ella como lo vengo haciendo nada más comenzar agosto.

Mi alma es la casa de este comprender bien, pero hasta que fue una semana antes de primavera cada día la extrañaba más. Pero cuando me convencí de que ya no iba a volver, me hice fuerte y al cabo de siete días puede olvidarla tanto como si hubiera pasado un año. Quizás mi nepente fuera el perdón. Lograr que sus insultos no cuenten para mi alma, empezar a juzgar aquellas palabras a escondidas como si hubieran sido las travesuras de una niña cuyo corazón tiene latidos de rebeldía.






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